sábado, junio 03, 2006

Los ancianos precoces de Ambo

Dos niños y un espantoso desorden genético


Son jóvenes y viejos a la vez. Él es renegón, depresivo, cascarrabias; cuando se enfada tira objetos al piso. Ella es sigilosa, paciente, se dedica a la costura y rara vez habla. Él escucha mal, hay que hablarle con fuerza, las cataratas amenazan atrofiarle unos ojos que no pueden ver de lejos, tiene los huesos débiles, habla con torpeza, camina con dificultad y se cuida el sensible estómago.

Ella se enferma de los bronquios fácilmente, se cuida de las corrientes de aire y tiene el rostro descolgado y el cuello hundido, como una anciana. A veces salen a jugar con otros muchachos, pero rápidamente se dan cuenta de que no son como ellos.

Angelo y Luz Elvira no tuvieron niñez. A los pocos días de nacidos sus cuerpos comenzaron a arrugarse y se transformaron en pequeños viejos en pañales. Aprendieron a hablar y caminar a la edad en que los demás niños entran a la escuela primaria. Sus cuerpos enfermizos no toleran algunos alimentos y varias veces estuvieron a punto de morir. Tampoco crecieron. Angelo tiene diecisiete años, pero su estatura corresponde a la de un niño de diez. Luz Elvira tiene doce, pero su cuerpo es aún más pequeño.

Hacerles este reportaje fue difícil. Él renegó varias horas, antes de que su madre lo convenciera de sentarse un momento a que le hicieran preguntas, porque siente que padece un mal que lo ubica como una atracción circense, que lo hace presa de las bromas desalmadas de los demás niños y jóvenes, que lo enfurece y lo hace rabiar y porque siente que es inútil, que es ocioso, que ningún doctor viajará hasta la provincia de Ambo, en Huánuco, para verlos y darse cuenta de que su enfermedad no tiene remedio y que su mamá no tiene plata ni un hombre que la mantenga para alimentar a una familia de cinco hermanos y menos para invertir en un tratamiento del que nadie garantiza buenos resultados.

Sólo al segundo día aceptó retratarse. Pero Luz Elvira simplemente no soltó palabra. Ni pío. Se dejó tomar fotografiar resignada, con esa parsimonia dulce de abuelita olvidadiza, y jamás escuchamos su voz. Toda la vida les repitieron que son viejos (en el colegio, en el barrio, en el consultorio del médico) y se sienten viejos. Y se portan como viejos. Y, como buenos viejos, aman la tranquilidad. Y el programa del Chavo.

DULCE ESPERA

Luz Condeso, la madre, recuerda la mesa de partos donde alumbró a su primer hijo. Luego de una vida miserable en la que el trabajo duro se había llevado lo mejor de su juventud, tenía ahora un motivo legítimo para ser feliz. Sería madre. Era el primer hijo de un matrimonio con un ex fabricante de pasta básica de cocaína que la había impresionado por su moto y sus picardías de aventurero, y que la había raptado, a la manera serrana, para que nadie pudiera evitar la unión. De alguna forma ella había terminado raptándolo a él, porque su gran sueño era dejar de trabajar (como empleada, como vendedora ambulante, como campesina) de la manera desaforada como lo había estado haciendo desde que murió su padre, y casarse con un hombre que le diera un hogar tranquilo.

Recuerda las parteras atendiéndola, el dolor en los ojos, el resplandor intenso en su cara, la primera imagen del recién nacido colgado de los tobillos, y recuerda al médico golpeándolo otra vez porque el bebé no podía llorar.

Luz tenía 18 años y estaba nerviosa. El parto se había adelantado más de un mes. Había empezado a sentir los dolores de pronto como si el contenido de su vientre estuviera urgido por salir. El bebé sería prematuro. Sietemesino. Pero no habría mayor peligro, le habían dicho. El médico tomó la mascarilla del oxígeno y la colocó en la cara contraída del niño. Y entonces Luz Condeso escuchó por primera vez a su hijo. Pero se sobresaltó: la voz no era la de un bebé.

A los tres días ese bebé se transformó. Era un niño reseco y débil. Su estómago fallaba puntual. Cada semana debía recibir una ración de suero con vitaminas, pues un defecto en la ligazón de las mandíbulas le impedía beber la leche materna. Luz Condeso, con un bebé arrugado en brazos, un bebé con un trapo alrededor de la cara apretándole las mandíbulas, se preguntaba si aquello no era un castigo divino. Pero, ¿por qué contra ella que siempre había amado a los niños y nunca había hecho daño a nadie? Le hicieron entonces caer en la cuenta del susto. El año anterior, cuando ya sabía que estaba embarazada, había visto desmayarse a un anciano en la calle. La impresión ha hecho que tu hijo salga así, le dijeron sus amigas. Anda dile al anciano que le pase la mano a tu hijo para que se cure.

Luz Condeso lo hizo. El anciano pasó la mano al niño por unos soles, pero nada. Siguió peor. Y nadie sabía lo que tenía. El marido empezó a beber y a buscar pretextos para no volver a casa. Los negocios, se disculpaba. Luz empezó a trabajar, con un nuevo embarazo. La niña nació normal, no se desinfló hasta arrugarse, gracias a Dios. Pero la segunda niña…

Luz Condeso se coge la cara ahora, a sus 35 años, envejecida ella también, en su rústica vivienda de Ambo, mezcla de apretado depósito de carretillas y hogar, y recuerda que la niña también empezó a arrugarse y a enfermarse y – no se avergüenza al decirlo – no hizo nada para que no muriera. Pero no murió. Siguió viviendo enferma, aumentando los gastos y las horas de trabajo de su madre, que también tenía que mantener a un esposo declarado borracho.

Ambos niños se cogían de la vida como un par de monos de los pelos de su madre. Cuánto no rezó, sin ver resultados. Cuántas yerbitas no compró. Fue entonces cuando, angustiada los llevó a Huancayo, a ver si allá los curaban.

La suerte tenía que presentársele algún día. No bien había llegado al inmenso hospital cuando le dijeron que justito estaban aquí un par de médicos norteamericanos atendiendo este tipo de problemas. Un doctor colorado y alto vio los casos y le dijo mirándola a los ojos ya no te preocupes, mamita. No te preocupes. ¿Me entiendes? Tus hijos no tienen remedio. Ya no gastes tu plata curándolos. Van a vivir poco. Compláceles todos sus caprichos. Pero ya no gastes tu plata, mamita. Óyelo bien, tus hijos tienen vejez prematura. ¿Has entendido? Es un mal de los genes.

Entonces ella empezó a relacionar cosas y recordó que su abuela le había prevenido no te cases con ese hombre de la moto, que es pariente tuyo y de parientes nacen monstruos. Recordó que ella misma había sufrido meningitis, que había tragado un montón de pastillas para sanarse. Recordó que su marido había trabajado desde adolescente en las pozas de maceración de pasta básica, inhalando los químicos de las drogas, y que era un alcohólico incurable. Y escuchó que el médico colorado le decía sí, mamita, parece que los genes de tu esposo son los culpables.

Pero tuvo dos hijos más. Sanos hasta hoy. Echó al marido, que sólo llegaba para cumplir con la primera parte de la paternidad, y se acostumbró a su rutina crónica: atender las rachas de enfermedad de sus hijos decrépitos. Y a trabajar como burro.

Pensaba: no haré nada para evitar su muerte. Pero, a la hora del susto, cuando las enfermedades estomacales o bronquiales postraban a sus hijos, se le ablandaba el corazón y encontraba plata para los sueros y las medicinas.

Ahora los chicos pasan por una racha de buena salud. Acostumbrado a la entrevista, Angelo nos sonríe. Se avergüenza cuando le preguntamos por sus amigos: no tengo amigos, responde. Se la pasa escuchando un cassette de Luz Divina, la iglesia evangélica que frecuenta, o mira la televisión. A veces sale a pescar en el río que pasa frente a la casa y, en ese momento, en los afanes de la pesca, vuelve a ser un muchacho jovial.

La niña se retrae como un pollo bajo el ala caliente de la madre. Desde su escondite tibio, nos sonríe también, arrugada. Jamás ha salido de su pueblo. Luz Elvira es aplicada en el colegio pero tímida: en los exámenes orales no habla ni jota. Y siempre la jalan. A pesar que sólo quiere ser una costurera de barrio, se esmera cumpliendo sus tareas.

Angelo fue expulsado del colegio hace dos años. Los profesores le dijeron que debería ir a una escuela especial, que no existe en Ambo. Él dice que quiere ser comerciante, como su mamá, vendiendo caramelos en el mercado. Pero, en realidad, no estudia ni trabaja, y tiene que escuchar las reprimendas odiosas de la segunda pareja de su madre, un rudo técnico en electricidad.

Pero ¿cómo va a trabajar si está enfermo?, se enfurece Luz Condeso, cuando recuerda las resondradas del hombre que la acompaña desde hace unos años y que, dicho sea de paso, se dispone a abandonarla en estos días por otra mujer. Ella pone cara de mejor si se va. Entre las ventas en el mercado y el lavado de ropa ajena, Luz se dedica a ver crecer a sus tres hijos sanos. Empieza a abrigar nuevas esperanzas. Con un carrito salchipapero podría ganar más plata. Terminaría su casa. Pagaría al fin un préstamo al banco. O se iría para siempre de este pueblo donde nunca podrá envejecer feliz.

3 comentarios:

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